Mis otros relatos, mis otras historias

Las chicas gay son escorpión


EL RAPTO DE HELENA
 


1.

Desde la torre vi como se preparaban los barcos para zarpar, aún en un día nublado. Me di cuenta cómo subían las provisiones y juntaban amuletos para la buena suerte. Tú, mi Helena, temblabas en tu cama. Te dejé desnuda, sin abrazarte, después del orgasmo, sólo quería ver los barcos desde la ventana. No había viento y se necesitarían cien remeros para salir de la bahía. Tú, en la cama, evocaste a tus cien amantes para satisfacer mis ausencias. A lo lejos vi que las mujeres del puerto hacían atillos con sus ropas de domingo, entonces sentí celos de los marineros que esperaban en el muelle a sus amadas.
Siempre me ha dado curiosidad el amor ajeno y bajé corriendo para escuchar en la plaza las palabras de adiós y las promesas nuevas. Miré el miedo en el rostro de las mujeres, tenía el deseo de tomárselos con mis manos y murmurarles mientras las besaba, que no subieran al barco, que no me dejaran. El abandono se apoderó de mí cuando la última mujer se embarcó. Lágrimas ajenas bañaron mi rostro y me dolió su ausencia.
Con el cansancio de sufrir las penas de otros, regresé a la torre. Tenía que contarte que las mujeres del puerto partieron en barcos sin viento y con cien remeros. La casa estaba vacía. En el armario faltaban tus vestidos de domingo. Seguro te habían raptado, porque tú no te habrías ido.
Busco inútilmente voluntarios para rescatarte, pero los hombres del pueblo no quieren ir a Troya, están de fiesta y nadie los molesta. Además, ya les contaron del pueblo de las sabinas.


2. 

Arrojé todos mis miedos al mar, no había tiempo de lamentaciones. Es verdad, las mujeres se llevaron todos los relojes y las horas las contaba con mis propios latidos.
Tomé una canasta con víveres, revisé la caducidad de las latas. Puse en orden todas mis armas. Todo estaba listo para resistir diez años. Me fui al muelle y ese día no saldría barco. Sin opciones me dirigí a la marina y me subí al primer yate. Tuve suerte que tuviera las llaves puestas.
De compañía el coraje y los celos, zarpé un sábado por la mañana. Tenía la seguridad de que llegaría a ti para rescatarte y contarte mi odisea. La emoción de verte de nuevo me alentaba, por eso no me preocupé tanto cuando me di cuenta que olvidé una carta de navegación y una reserva de diesel.
Siguiendo mi corazonada sujeté el timón para seguir derecho, de cualquier modo sabía que de frente habría tierra. El yate era lujoso, pensé que en él tú y yo podríamos recorrer el mundo. En tu honor lo bauticé y con letras de agua le puse tu nombre. Encontré una botella de tequila. Tratando de no pensar en los tiburones, me acosté en la cubierta a mirar el atardecer y a recordar cómo te había conocido. Al calor del alcohol pensé en todas las veces que fuiste mía, sentí otra vez como mis dedos palpaban los vellos rubios de tu cuerpo. Las estrellas evocaron tus lunares e hice un mapa con ellos para ir en tu búsqueda, teniendo como guía el lunar de tu seno.
Até una linterna en el mástil mayor, tenía la seguridad que así vendrían los calamares y detrás de ellos las sirenas. No iba a cubrir mis oídos con las manos ni amarrarme al mástil, quería hablar con ellas y preguntarles si te habían visto pasar desolada. Inútilmente esperé los cantos, las sirenas no se presentaron. Cerré los ojos deseando que en tu encierro pensaras en mí. Caí en un sueño profundo añorando tu cuerpo y entre sueños escuché que me habías abandonado.
 
 
3.
 
Dormí una vida pero desperté con los murmullos del muelle. El yate bamboleaba entre pilares coronados de pelícanos. No sentir tu cuerpo me hizo recordar que había atravesado el mar para encontrarte. Para ocultar el yate lo dejé entre los barcos de madera del embarcadero.
Al bajar con mis armas y mi coraje, los niños se rieron de mí y montaron en mi nave. A paso decidido me dirigí al palacio. Entre las callejuelas fui reconociendo nuestras mujeres, el sentimiento de sentirme en casa comenzó a preocuparme. Las campanas de la iglesia sonaban, escuché que ya iniciaban las bodas. Mujeres de blanco corrían presurosas, y yo alcancé con afecto a felicitarlas.
Llegué al palacio y siguiendo tu olor fui a buscarte. Estabas sentada a un lado del rey, vestida de domingo, con una sonrisa en la mirada. Entonces el rey me miró y dijo: Mira, ¡la que nos faltaba!.


  

ROSSMARINE
 


En la más pequeña capital de un país que depende de las remesas y el petróleo, hay un diminuto museo marítimo. En realidad son dos salas de exhibición donde un marino danés jubilado presenta su exclusiva colección de barcos antiguos y conchas traídas de todo el mundo. El majestuoso Wasa es uno de los barcos en miniatura que sobresalen en la exposición, y es el propio viejo navegante que relata su trágico final el 10 de agosto de 1628 cuando se hizo a la mar por primera vez.
El marino cuenta la historia de cada uno de los dieciséis barcos exhibidos, relatando batallas y naufragios a todos los visitantes del museo, sin embargo, sólo a unos cuantos les cuenta la leyenda de una de las embarcaciones más pequeñas, un barco holandés del siglo XVII con una placa en su base que dice Rossmarine, del que cuenta exploraciones en América y tráfico de esclavos, sin saber que éste fue uno de los primeros barcos donde se tiene registrada la relación lésbica entre una esclava y su ama.
El Rossmarine era una fragata cuyo capitán y propietario no tenía compromisos comerciales con ninguna compañía y se rentaba al mejor postor, siendo por lo general mercantes de tabaco y azúcar. En diferentes ocasiones trabajó para Hendrik van Dijk, negociante de Rotterdam con quien hacía negocios ligados al tráfico de esclavos en las colonias americanas, disfrazado de comercio de refinado de azúcar, lo que le daba buenos dividendos.
Van Dijk siempre hacía sus viajes de negocios acompañado de su personal que le servía de escolta y guardia de su mercancía, pero en una ocasión pidió a su esposa Renate le acompañara a América, con la intención de callar ciertos rumores sobre su matrimonio que dañaban su imagen comercial.
La mujer de Van Dijk aceptó la travesía por consejo de sus padres, pero no tenía ningún interés en el viaje, a pesar que le hablaron maravillas de las colonias e incluso sus primas la envidiaron. Renate viajó sólo acompañada de su joven esclava de la que rara vez se separaba: una mulata de ojos verdes y mirada penetrante, cadera ancha y senos minúsculos; cuya principal característica, aparte de sus cicatrices en la pierna derecha que hablaban de una vida terrible, era una poderosa voz, tan grave que podía fácilmente ser confundida con la de un hombre.
Ellas eran las únicas mujeres que viajaban en el barco, pero mientras la señora se la pasaba la mayor parte del tiempo en su camarote, la esclava iba y venía entre la turba de marineros con el mayor sigilo, siempre pendiente de la ropa de su ama, quien se mudaba más de cuatro veces al día.
El comerciante, por el contrario, manifestaba poco interés en su esposa y sólo la veía a la hora de la cena. Lo único que le importaba era el cuidado de sus bienes y el Rossmarine, barco por el que tenía particular aprecio y pensaba comprar, aunque lo difícil era convencer al capitán de venderlo ya que éste no quería perder su patrimonio y su único pretexto para no volver a tierra firme, donde tenía ciertos asuntos pendientes por el robo y venta de terrenos propiedad de su hermano.
Van Dijk no lo contaba de la misma forma pero creció en los barcos de la Compañía de las Indias Occidentales, donde trabajó primero de mozo, luego de cargador y así hasta llegar a ser uno de los más hábiles capataces de esclavos, distinguido por su crueldad, por cuya causa fue despedido. Después de ello, se instaló en Rotterdam donde se hizo de una nueva imagen y se dedicó a los negocios aprovechando los conocimientos comerciales que aprendió en la Compañía, llegando así a amasar una mediana fortuna.
Transformó Hendrik su pasado y se decía haber sido uno de los fundadores de la Compañía de las Indias Occidentales, donde contaba haber llegado a un alto mando, pero que dejó por tener la intención de crecer económicamente con un capital propio. Desde entonces se proclamaba como un comerciante republicano, aunque en el fondo era un orangista calvinista gomarista, ortodoxo en su nueva moral y nueva historia.
Resultado de esta nueva imagen de hombre de buen origen y gustos refinados, Van Dijk comenzó una importante colección de grabados de barcos europeos del siglo XVI y de la primera mitad del XVII, los cuales adornaban su despacho. Majestuoso entre ellos, destacaba el barco sueco Wasa, cuya historia Hendrik contaba a todos los visitantes, empleados y clientes, dando lujo de detalles sobre su hundimiento cuando apenas llevaba cien metros navegados desde que salió del puerto.
El Rossmarine no era una nave particularmente hermosa, a pesar de ello, Hendrik quería mandar a hacer un grabado del barco. Así, para pasar los ratos muertos de la travesía, con la ayuda de un asistente se dispuso a hacer los primeros bosquejos de la embarcación, pensando que así sería más fácil mandar a reproducir la fragata. Rápidamente su libreta se llenó de planos y anotaciones precisas de cada detalle del barco.
En su camarote, la esposa de Van Dijk decía aburrirse entre tanto vaivén y crujir de madera, mientras su marido sólo obedecía a sus propios caprichos y exigencias. Renate era una mujer vanidosa y cuidaba extremadamente su apariencia con la ayuda de su esclava. Siendo muy joven se había casado con Hendrik al que conoció poco lo que significó un buen arreglo para sus padres sin fortuna y cuyo nombre, Van Gorp, había sido enlodado por un antepasado que asesinó sin piedad a su propia esposa. Su padre trabajaba en Ámsterdam, en una imprenta que exportaba libros de manera clandestina.
A los dieciséis años, Renate no había conocido a ningún otro hombre, su madre la cuidaba con celo y esperaba que con ella empezara otra historia para la familia, una donde no tuvieran que avergonzarse. Así que desde que entró a la pubertad empezaron a buscarle un marido bien posicionado. En un viaje a Ámsterdam, Hendrik conoció a Renate y vio en ella un matrimonio sin complicaciones, pero que podría hacerlo ver como un hombre respetable en su nueva vida en Rotterdam, así que no dudó en pedirla en matrimonio.
Pero el comerciante no estaba dispuesto a la vida en familia, su único interés era incrementar su capital, y las pocas veces que iba a la cama con su mujer no alcanzaba a extinguir sus deseos porque la eyaculación precoz le quitaba el gusto de seguir tocando la piel de su mujer. Para él eran mejores las prostitutas de los muelles que contentas ganaban el dinero rápidamente.
Renate se acostumbró a ese rechazo, en un principio lo interpretó como algo normal y que finalmente la liberaba de una suerte que escuchaba aterrada de sus primas cuyos esposos eran potentes hombres que exigían cada noche les abrieran las piernas. Aunque horrorizada recordaba las historias que entre risas contaban, también le provocaba una contracción en la vagina que la llevaba a imaginar las escenas eróticas donde los hombres eran entes borrosos mientras que sus primas lucían sus cuerpos carnosos, sus senos grandes y pezones puntiagudos. Durante esa fantasía se tocaba la conjunción de sus labios, su ignorado clítoris, y fue en una bañera donde finalmente tuvo su primer orgasmo, al que le siguieron muchos otros solitarios, provocados por las sensuales mujeres de Rubens.
Conforme la riqueza de Van Dijk se incrementaba, ella se quedaba más sola; mientras iban apareciendo sirvientes y empleados, gente que veía ir y venir en su casa, en el negocio de su marido. Hendrik viajaba constantemente a las colonias por mercancía y en uno de esos viajes llegó con la joven mulata, quien se refugió a sus pies después de una travesía tormentosa donde fue violada por los marineros. Su ama le cuidó en la enfermedad que siguió a su llegada y junto con una sirvienta limpió la sangre del aborto que casi la mata. La mulata sobrevivió y se convirtió en su sombra.
En ausencia de Van Dijk, la mulata dormía a los pies de su cama. Una noche, cuando Renate recordaba el placer ajeno de sus primas tocándose el pubis, comenzó a gemir quedamente, olvidando que no estaba sola. Se agitaba en la cama mientras abría los labios pensando que podía así mamar los senos de las mujeres que imaginaba. Fue entonces que sintió que la mulata se deslizó a la cama y comenzó a tocarle las piernas, a acariciarla sobre el camisón. Renate se sobresaltó pero no dijo nada y se dejó desvestir por la mulata que le besó los senos y después metió la cabeza entre sus piernas.
Para la esclava complacer a su ama se convirtió en una más de sus tareas, la que realizaba en silencio tratando de adivinar los pensamientos de su señora porque Renate nunca le dijo nada, ni durante ni después del acto. La mujer de Van Dijk no se atrevía a ponerle palabras a esas deliciosas sensaciones que nunca había conocido con su marido y que ahora encendían su cuerpo y que eran consumadas entre la lengua y los dedos de la esclava.
Así, marchó con su marido y su esclava a las colonias en América; un viaje penoso para ella que no estaba acostumbrada ni al calor ni a los mosquitos, pero que finalmente pudo soportar gracias a la esclava que conocía muy bien las costumbres de esas tierras. Pero lo más bochornoso fue el viaje de regreso donde su único consuelo eran los mediodías cuando descansaba en la litera de su camarote con las piernas abiertas esperando que su sirvienta bebiera el líquido que cubría sus labios. Ella misma, al ser sacudida por los espasmos de placer, buscaba el monte de Venus como una selva negra que escondía la esclava y hurgaba en él tratando de incendiarlo.
Un incendio en el camarote del capitán hizo que descubrieran a Renate con su esclava en medio de estos placeres. Al no abrir la puerta del camarote, el capitán ordenó que la abrieran a la fuerza los marineros, temiendo que las mujeres estuvieran desfallecidas por el humo, pero en realidad Renate estaba a punto de tener un orgasmo. El marido, preocupado por la suerte de su esposa, fue de los primeros en entrar al camarote y sorprender a las dos mujeres en la cama revuelta. Fingió sorpresa y un coraje que no tenía, pero el orgullo le hizo reaccionar violentamente y sacó a jalones a la esclava amenazándola con matarla él mismo. Encerró a su mujer en el camarote y se llevó a la esclava.
Hendrik entregó la esclava a los marineros que abusaron de ella hasta el cansancio, y le pidió al capitán su ayuda para darle un escarmiento a su mujer. Van Dijk regresó al camarote de su esposa acompañado de un joven marinero, reputado por su virilidad. Estaba dispuesto a darle a su mujer el hombre que le hacía falta, así que ordenó al marinero, después de haberle ofrecido antes una recompensa, que tomara a su mujer sin darle tregua.
Mientras la esclava luchaba por detener a los marineros quienes la penetraban con lujuria y coraje, inmolando su sexo y su ano, Renata se defendía del marinero que le había introducido su pene más allá de donde nunca tocó su propio marido. Hendrik veía complacido la escena mientras se frotaba inútilmente su flácido miembro herencia de una enfermedad que también bajó de un barco: una prostituta que se jactaba de haberse acostado con todos los capitanes holandeses y un par de ingleses.
Desde el lecho Renate maldecía a su marido, arañando al marinero que se encendió aún más y después de eyacular por primera vez la volteó de espaldas para penetrarla por atrás. Con el grito de Renate, Hendrik tuvo un éxtasis y un placer que había olvidado, como el que tuvieron los marineros y hasta los mozos que abusaron de la esclava y que dejaron medio muerta en las bodegas.
Esa noche uno de los marineros contaba a escondidas el dinero que ganó con la mujer del comerciante, mientras los otros siguieron divirtiéndose con la esclava que ya no ponía resistencia. También esa noche, el capitán anotó el suceso en su bitácora, evitando manchar el nombre de sus clientes y minimizando la violación de las dos mujeres. Al día siguiente también anotaría que la esclava escapó de su encierro y tras tocar inútilmente la puerta de su ama se aventó al mar, aún cuando faltaban varios días para llegar a las costas holandesas.
Esa ocasión el comerciante pagó bien por los servicios del capitán y no fue necesario pedirle discreción, porque él mismo se le adelantó y le dijo que no se preocupara porque la tripulación no tenía memoria y el Rossmarine guardaba para sí todo lo que sucedía en la embarcación. El capitán prefirió no mencionarle que había escrito el hecho en su bitácora, pues consideraba que se quedaría con ella hasta su muerte, cuidando sus secretos y los de los demás. Pero su muerte llegó tan sólo unos años después cuando su propio hermano, arruinado y enloquecido, lo encontró en tierra y a golpes de puñal terminó perdonándolo.
La bitácora del capitán sería recogida por los mismos marineros que se quedarían con el Rossmarine y después rescatado por un joven marinero para quien la historia de los Van Dijk era una leyenda. Este joven habría de guardar la bitácora toda su vida hasta que fue heredada por sus nietos y finalmente terminaría en los archivos reales holandeses.
De regreso a Rotterdam, Hendrik van Dijk mandó a hacer el grabado del Rossmarine, exagerando en belleza y porte. Éste fue el modelo que tomó Jean-Jacques Michaud en 1874 cuando inició la construcción del Rossmarine, un pequeño barco en miniatura, su nueva afición después que llegó a sus manos un libro de barcos antiguos donde relataban la increíble historia del hundimiento del Wasa en 1627, cuando después de haber salido de Estocolmo naufragó con una fortuna y cincuenta hombres.
El grabado del Rossmarine lo había comprado en un viaje de negocios que hizo a París, donde se entretuvo curioseando con los buquinistes de orillas del Sena y encontró a buen precio la reproducción. Michaud estudió con detalle el grabado para hacer la maqueta, lo recreaba en su mente y se sentía transportado a su cubierta. Con destreza hizo los planos del barco, cortó con paciencia las finas piezas de madera que lo componían y los diminutos trozos de tela.
Lo que nunca conoció Michaud fue la historia de las dos mujeres, a él lo que le fascinaba era el porte del Rossmarine, su gracia arrogante que perdiera en un naufragio donde perecería su tripulación cuando, como sucedió con el Wasa, una ráfaga repentina de viento por estribor, le hizo escorarse, y al llevar las puertas de las baterías abiertas el agua entró despiadada, hundiendo así el barco.
Varios meses le llevó a Jean-Jacques Michaud reproducir el Rossmarine por la gran cantidad de detalles, a ésta tarea se entregó por completo. Pero cuando estaba por terminar su trabajo, cuando sólo le faltaban las banderas y dar los últimos toques de pintura a los diminutos camarotes, sucedió algo que sorprendió al francés, aunque desde hacía tiempo albergaba sospechas. La sirvienta de su mujer, una mulata de Guadalupe con ojos verdes y mirada penetrante, le dio muerte mientras preparaba más pintura para retocar el barco. Michaud no se defendió porque no vio llegar a la mulata armada del mazo que utilizaba para ablandar la carne. Su patrona declaró que había visto salir de su casa, cuando llegaba de la calle, al asesino de su marido, quien tenía años de no tocarla.
La pequeña fragata nunca fue acabada realmente y la viuda de Michaud lo regaló junto con todos los objetos personales de su marido. Así, el Rossmarine pasó de mano en mano y alguien le puso unas banderas aunque no correspondían al grabado ni al barco original. No obstante, el detalle de la falta de pintura de los diminutos camarotes pasó desapercibido.
Del matrimonio Van Dijk tampoco se tienen registros en los archivos reales holandeses, lo único que hay en ellos corresponde a otra rama de la familia. Sólo el cuidado de un historiador puede relacionarlos a los sucesos que acontecieron en el Rossmarine y que pasaron sin trascendencia en la historia del barco. Por otras fuentes, no tan fiables y ligadas a relatos literarios, se dice que el grabado del Rossmarine fue entregado a Hendrik van Dijk, justo dos meses antes que naciera su único hijo, un diez de agosto. Sería él quien heredara la fortuna de su padre pero su afición a los juegos de azar la hizo perderla en los muelles, donde terminaría como garrotero.
La mujer de Van Dijk después del viaje a las colonias cambió totalmente, volviéndose una mujer poco aseada y que frecuentaba un grupo de mujeres demasiado liberales para su época. Renate trató de olvidar inútilmente lo que pasó, aunque nunca tocó el tema con su marido y al nacer su hijo se lo entregó porque en sus ojos veía al marinero que la tomó por la fuerza en el camarote del Rossmarine con el techo de madera a medio pintar.




BERTHA Y MARIANA



—Mariana he leído otras cosas de ti y me han gustado, me acuerdo cuando te ayudé a revisar tu tesis, pero esto es totalmente diferente, la verdad no me lo esperaba.
—Bueno Bertha, pero ¿te gustaron mis cuentos?
—No te estoy diciendo que no me gustaron, por el contrario, me sorprendieron y me encantaron. Lo que sucede es que cuando me contaste que estabas escribiendo un libro de cuentos sobre chicas lesbianas, pensé que era algo contemporáneo, que hablarías de las dificultades que hemos tenido para ser aceptadas en la sociedad, de nuestros problemas de identidad y aceptación personal. Claro que en cierta manera lo abordas en “Rossmarine”, pero no es algo actual.
—No pretendía tomar la bandera del feminismo ni hablar de la problemática de las mujeres lesbianas, la verdad quiero hacer algo diferente, algo más íntimo, que hable de lo que somos, de nuestras inquietudes y desamores, como toda la gente.
—Bueno, entonces por qué no hablas de ti misma, de nosotras, no te vayas tan lejos en la historia, habla de experiencias y sensaciones más vivas. Dime Mariana: ¿Qué es lo que te mueve? ¿Qué es lo que te define? ¿Te atreverías a decir “yo soy lesbiana”, o “yo soy una chica gay”?
Bertha lanzó el reto y bebió un trago de su café. Ella es la primera persona a la que le muestro mis cuentos. Tuve que comer pacientemente mi pastel de fresas mientras ella leía “El Rapto de Elena” y “Rossmarine”. Al finalizar el primer cuento pareció sorprendida y sonrió. En el segundo cuento no tuvo grandes reacciones, yo esperaba que me dijera que había sido un poco tedioso o especializado, pero bueno, Bertha es una mujer que ha estudiado, así que no preguntó nada. Al final, cuando yo había ordenado mi segundo capuchino, me regresó los cuentos con una sonrisa de complacencia en los labios. Bueno, eso creí, porque ahora que me dice que deberé escribir sobre el tema desde un punto de vista más íntimo, no puedo dejar de pensar que ambos cuentos tienen mucho de mí.
—Creo que escribes bien, me gusta tu estilo, pero creo que estaría mejor que combinaras las historias. Escribe de lo que nos sucede, de lo que nos preocupa. Fíjate en nuestras amigas, en sus experiencias, en tus propios amores.
—La verdad no quiero escribir de mí, porque todo me lleva a P., por más que quiera no he podido superarlo. ¿Supiste que sigue con Flor?
—Sí, el otro día que no pudiste ir al billar la llevó y nos la presentó a todas.
—¡Qué bárbara! No pensé que hiciera eso, sabe perfectamente que yo me reúno regularmente con ustedes, ¿no sé que pretende con eso?
—Yo tampoco. Yo la quiero pero también te quiero a ti y me apena mucho que hayan terminado, pero tienes que superarlo porque ella parece que ya lo hizo.
—Y cómo no va a superarlo, si todavía estaba conmigo cuando siguió a Flor por cielo, mar y tierra para conquistarla, e insistió tanto hasta que lo logró.
—Es cierto, fue mala onda lo que te hizo, pero ya ves que las cosas no funcionaban desde antes, su relación se había agotado.
—Pero Bertha, tú eres testigo que yo me esforcé por que avanzara la relación, pero P. es muy egoísta, sólo le importa ella, su carrera, sus necesidades, no está dispuesta a ceder.
—Pues no creas, porque Flor la hace como quiere, P. hace todo lo que quiera su niña, creo que la está cambiando. Chantal dice que esta vez le pegó duro el amor. Pero la verdad no lo creo, veremos cuánto le dura el entusiasmo, ya sabemos que ella no es de las que se comprometen.
—Ojalá que sea algo pasajero.
—Ay amiga, creo que sigues enamorada de P.
—No te puedo negar que todavía me duele. La quise mucho. Lo peor de todo es que pensé que finalmente había encontrado a la mujer que necesito en mi vida. Nos llevábamos bien. Nos divertíamos juntas, y creo que el sexo era bueno. Traté de ser lo que ella quería, le cumplí sus caprichos y fantasías.
—Y ella ¿cómo era contigo? ¿Te hacía sentir bien en la cama?
—Algunas veces sí. Me entusiasmaba con sus locuras, pero era bastante impaciente. Le faltaba tomarse más tiempo para complacerme también a mí.
—Ya ves, no todo era perfecto, y yo no sé cómo sigues lamentándolo. En una relación tiene que haber un equilibrio entre ambas, también en lo sexual.
—Seguramente estarás pensando en Chantal.
—No, fue muy bueno en su tiempo pero sabes bien que ella tampoco es de las que se comprometen. Ahora tengo una relación estable con Nanette y estoy feliz con ella.
—Qué pegue tienes amiga, la inglesa está bastante guapa y tú...
—¿Qué insinúas envidiosa? También tengo mi encanto escondido, sino pregúntale a más de cuatro. Hasta yo pensé en un momento que tú me estabas echando el ojo...
—Cómo crees, esas son fantasías tuyas. Ya quisieras que ésta morena de fuego te hiciera caso para no andar con güeras desabridas... jajaja...
—Ya quisieras Mariana, la envidia te corroe.
—No es cierto amiga, sabes bien que estoy muy contenta por ti.
Bertha se sonríe mientras le doy la mano en señal de paz. Pido la cuenta y salimos del café. Cada una aborda su auto y nos vamos. Al final no supe claramente si le gustaron mis cuentos o no, si sigo escribiendo o no. Creo que mejor le voy a preguntar a Chantal.




MARIANA EN EL TABLE DANCE
 


Mi vida ha sido la Universidad, y desde que P. rompió conmigo paso las tardes en mi cubículo, es ahí donde comencé a escribir algo más que mis ensayos históricos sobre la mujer en la época colonial.
Hace ya algunos años que entré a trabajar a la Universidad, donde un día cursé mi licenciatura en Historia de México. Sentía que finalmente había alcanzado mis metas, había estudiado tanto que me parecía era hora de instalarme cómodamente en una plaza de profesor que me dejara seguir investigando y poder hacerme de un patrimonio. Pero el inicio no fue fácil, mi relación con los alumnos era buena, pero con los otros maestros era apenas cordial, sólo mis antiguos maestros de filosofía me veían con aprecio, mientras quienes fueron en otro tiempo mis mentores, me veían con recelo. Mi posición académica causó envidia y más de tres se opusieron firmemente a que entrara como profesor de tiempo completo, alegando mi poca experiencia. Aún así, continúo aquí, tratando de conseguir apoyo para la investigación e incursionando en mis ratos libres en la literatura.
Cuando regresé a la Universidad me encontré que Herbé, mi antiguo maestro de Historiografía, quien había tenido varias alumnas en su círculo íntimo, seguía ahí como profesor, ahora con más años, una esposa, una hija y un hijo más en un matrimonio fracasado. En mi etapa de definiciones salí con él para ver si podía encontrar a un hombre que me hiciera realmente feliz en la cama, pero no pasó de tres acostones que no dejaron buenos recuerdos. Fue él, sin hacer alusión a nuestro breve encuentro sexual, quien me invitó a ser parte de un grupo de investigación, a lo que acepté deseosa de involucrarme con los otros maestros para demostrarles que estaba dispuesta a trabajar en equipo.
Fueron diferentes intentos frustrados por tratar de ponernos de acuerdo sobre la metodología y la temática de nuestras investigaciones en conjunto, así que después de decidir el tema se acordó que cada quien trabajaría por su cuenta y nuestros esfuerzos conjuntos irían a parar a un libro publicado por la Universidad. No estaba muy conforme con ello, pero tuve que seguir con esa dinámica para demostrarles mi interés de estar con ellos, así que asumí esa forma de trabajo colegiado que me obligaba a avanzar en solitario y sólo exponer mis conclusiones. Para lo que sí nos pusimos de acuerdo fue para enviar nuestras ponencias a un congreso internacional en Guadalajara, donde el género era el eje central y donde se suponía que todos teníamos que coincidir. Nos inscribimos los cinco profesores del seminario y sus asistentes: cuatro estudiantes de sexto semestre. Para el congreso trabajé en una de mis vertientes de investigación: el discurso femenino en la Colonia.
Partimos todos juntos en la camioneta de la Universidad. Yo estaba contenta porque era una muy buena manera de relacionarme finalmente con mis colegas y convivir con los jóvenes. El viaje fue un poco cansado, pero por fin llegamos a Guadalajara y nos instalamos en un hotel cerca de la Universidad, sede del congreso. La mayoría de los profesores pedimos habitaciones individuales y los alumnos se quedaron en el mismo cuarto para ahorrarse el hospedaje.
Descansados y cambiados nos fuimos al rompe hielo: una cena en el jardín de la Universidad, que inauguraba extraoficialmente el congreso. Conocí a algunos historiadores y empecé el intercambio de tarjetas; fue uno de ellos quien me presentó a P., quien daría la conferencia magistral con la que comenzaba el congreso. A pesar de su experiencia era joven, tan sólo cuatro años mayor que yo. Cuando la vi sentí algo especial, ese sentimiento que me acompaña cuando detecto que alguien es gay, lo que invariablemente me puso a la expectativa. Me bastó mirarla para saber que era alguien de quien me podía enamorar sin ni siquiera cruzar palabra. El resto de la noche giró alrededor de ella, su encanto particular me envolvió y sólo escuché sus risas, su voz, y me concentré en los fragmentos de su vida que nos daba entre anécdotas chuscas de los congresos a los que había asistido. Me gustó y creo que también le gusté porque estuvimos hablando casi toda la velada, incluso nos sumamos al baile acompañadas de dos galanes septuagenarios que se propusieron enseñarnos a bailar el jarabe tapatío como debe de ser.
Casualmente ella se hospedó en el mismo hotel que nosotros, lo que me hizo pensar que podría encontrarme con ella en cualquier momento, y eso me excitaba inconscientemente. Esa noche invité a P. a regresar con nosotros al hotel, porque sus compañeros se habían retirado temprano. Seguimos conversando en el autobús y al llegar se marchó a su habitación, no muy lejos de la mía.
Al día siguiente tenía la esperanza de verla en el buffet pero no fue así, incluso pensé que se había quedado dormida, pero me sorprendí al encontrarla en la Universidad ya lista para la conferencia inaugural. Al verme sonrió y me atreví a decirle que la había extrañado en el desayuno, a lo que contestó que no sabía que ya me era imprescindible, guiñándome el ojo con una sonrisa pícara; yo me sonroje y me limité levantar los hombros riéndome.
En el salón lleno de congresistas e invitados especiales, P. hizo gala de su trabajo y talento. Yo ni siquiera puedo citar una idea de las que expuso, pero recuerdo perfectamente su peinado y el traje que usaba. Quise tomar notas de su conferencia y sólo frases aisladas registré en mi libreta, aquellas donde me había gustado el sonido de su voz. Nunca había sido víctima de ese encanto que me hizo perder los sentidos y creo que nunca lo volveré a experimentar.
Terminó la conferencia y muchos se acercaron a felicitarla, yo quise esperar a que la saludaran todos y después me acerqué discreta pero apenas dije felicidades cuando ella directamente me pidió que la invitara a desayunar, a lo que accedí sin problema. En la cafetería del campus universitario P. pudo desayunar mientras yo sólo bebí un café. Temía que me preguntara algo sobre su conferencia pero se limitó a decir que estaba contenta de los resultados, después me contó que vivía en la capital pero por su trabajo tenía que viajar constantemente al interior del país y el extranjero, pero ya estaba cansada de ir sola a todos lados, le hacía falta alguien con quien compartir su vida. A mí me pasa lo mismo, le dije, sólo que yo no viajo y me voy adaptando a mi trabajo en la Universidad. Entonces me preguntó si tenía a alguien en mi vida y cuando respondí que no, sonrió.
El tiempo se nos acabó y el momento de mi presentación se acercaba, así que tuve que regresar para verificar que todo estuviera listo. Ella me prometió ir, pero antes tenía que buscar a unas personas por lo de un proyecto. Me marché emocionada, mientras mi conciencia me repetía que no me hiciera ilusiones y que lo único que debía hacer era concentrarme en mi ponencia.
Como eran presentaciones paralelas, mi tema tuvo un mediano éxito porque había en la sala no más de treinta personas y el auditorio se veía semivacío. Empecé mi lectura no sin antes recorrer con la mirada la sala y verificar que P. no había venido. Pasé la introducción y expuse mis propuestas. Tratando de no leer el texto, volteaba invariablemente a ver al público y a buscar a P. en algún lado, hasta que llegó discretamente y eso dio nuevas fuerzas a mi voz. Terminé mi exposición y entre la gente que aplaudía la vi haciéndome señas que tenía que salir pero nos veríamos más tarde, quise entender.
Pasamos todo el día en el congreso, nuestros alumnos eran de los últimos en participar durante la jornada y nos quedamos hasta el final. Regresamos al hotel a cambiarnos y de ahí nos fuimos a la noche mexicana que organizó la Universidad anfitriona. Al llegar al restaurante vi a P. cenando con un hombre que no había visto en el congreso, ni siquiera me parecía alguien conocido. No quise acercarme para no interrumpir, así que desde lejos, en cuanto vi que volteaba a mi mesa, levanté mi cerveza brindando con ella, a lo que respondió haciendo lo mismo con su copa de vino mientras sonreía, lo que hizo voltear a su acompañante. Fue el único gesto que cruzamos, una hora más tarde se retiró con ese hombre y ya no regresó. Cenamos y bailamos todavía algunas horas, y después mi ex maestro de Historiografía me invitó junto con una alumna y con Raúl, un joven maestro, a seguir la juerga a otro lado, accedí aún con el enojo que P. no me haya hecho caso.
Buscamos inútilmente un bar que conocía Herbé de su época de estudiante y tuvimos que parar en un antro donde jóvenes mujeres semidesnudas bailaban y se contorneaban en un tubo sujeto de la mesa al techo: un table dance con pretensiones de gran lujo. Nos asignaron una mesa y pedimos la primera ronda: una cubeta de aluminio con seis cervezas en hielo. Herbé se sentó frente a mí, a su lado la estudiante y junto a mí Raúl.
Tras la segunda tanda de cervezas, Herbé quiso indagar en mi vida y lo que más me sorprendió fue que me preguntara directamente sobre mi relación con Rebeca. Al parecer mi romance de casi dos años no pasó desapercibido para muchos como suponía. Aunque habían transcurrido algunos meses, aún me dolía hablar de ella y todos los días la recordaba. Rebeca y yo nos conocimos en un bar que frecuentaba con mis compañeras de la maestría. Nos enamoramos. Ya había tenido otras relaciones pero ninguna duró tanto tiempo. Lo único fue que vivir juntas no era fácil, sus arranques de celos eran conocidos por todos mis amigos, se me presentaba a las horas de clase para ver que tipo de alumnas tenía. Sus enojos agotaron mi paciencia y un día tomé mis cosas, le dejé pagados dos meses de renta y me mudé a la casa de unos amigos. Me buscó un tiempo pero ante mis rechazos se dio por vencida y desapareció de mi vida. Después supe de ella por unos amigos y me dolió saber que se había casado.
No creí que supieras, le contesté a Herbé y sonriendo me contó que se lo platicaron y él mismo me había visto con ella varias veces. No tuve más remedio que contarle lo que sucedió. Al final, lo que le interesaba saber es que si él había significado algo para mí, si ya era lesbiana cuando me acosté con él. Le mentí diciéndole que lo había recordado por mucho tiempo y que mis experiencias con mujeres habían sido después. Convencido, brindó conmigo por las mujeres aunque mal paguen. Intimar así con Herbé me parecía tan raro, habían pasado tantos años desde nuestra aventura, pero creí que era necesario ser franca, me sentía mejor.
Brindamos varias veces, mientras en el centro del antro las mujeres bailaban al ritmo de la música en tubos que les daba condición de contorsionistas. Yo trataba de disfrutar todo con discreción porque me apenaba estar con la alumna y con Raúl. Entonces se acercó una mesera y Herbé habló con ella, quien se retiró volviendo con una chica escultural que subió a nuestra mesa. Herbé se acercó a mí y me dijo que era un regalito, apenas entendí, cuando empezó la música y la chica comenzó su strip-tease contoneándose frente a mí. En un momento se había quitado la blusa y pegó sus senos a mi cara. Sentía esos enormes pechos duros de silicona en mis labios y mis mejillas. Me hice para atrás y ella me jaló suavemente del pelo para darme a beber de sus pezones. Después volteó y me acarició el rostro con sus nalgas. Desde atrás alcanzaba a ver su sexo y el contorno de su ano. Mi corazón latía desenfrenado mientras trataba de sonreír ante la sorpresa de mis otros acompañantes. La bailarina pegó nuevamente sus senos a mi cara y me besó rápidamente en la boca mientras rozaba mis propios pezones puntiagudos. La música terminó rápidamente, dentro de mí, disfruté ese momento que tenía perdido entre mis fantasmas. Mis compañeros de mesa me miraban cómplices de ese momento y me limité a reír a carcajadas acusando a mi ex-maestro de esa broma tan pesada.
Seguimos bebiendo un par de horas más y regresamos al hotel. Yo quería ir a dormirme pero Herbé insistió en ir a tomar una última cerveza a su habitación. El joven maestro había llegado ese mismo día y se quedó con él. Entramos al cuarto y había tanto desorden que tuvimos que quitar ropa de la cama para poder sentarnos. Yo me sentía bien a pesar de todo lo que había tomado, pero mis compañeros habían bebido mucho más. Entonces vi algo que se me había escapado, la alumna liberada por el alcohol comenzó a abrazar a Herbé, quien la acariciaba ya con descaro. Me pidió que me acercara y lo hice diciendo al mismo tiempo que me marchaba a mi cuarto, pero se levantó y quiso abrazarme, yo me eché para atrás pero ya tenía tras de mí a Raúl que me abrazó tratando de besarme, voltee a ver a la alumna y me sonrió coqueta. Para escapar pedí otra cerveza, Raúl me soltó y me la dio. Herbé acariciaba a la alumna y Raúl se acercó a ellos. A pesar de mi excitación, aproveché para salir silenciosamente.
En el pasillo encontré a P. que había ido por agua mineral, me sorprendió tanto verla, como ella a mí. No sabía que eras parrandera, señaló, y yo me reí. Aproveché para preguntarle por su compañero, sonrió diciendo que era un antiguo maestro, lo que a su vez me hizo reír a mí recordando a mi ex profesor de Historiografía que disfrutaba de su pequeña orgía. Te invito una copa en mi cuarto, dijo. Yo olvidé mi cansancio y mi sueño y me fui a su habitación. Le conté mi aventura en el table dance, y no paraba de reír. Pasé esa noche con P. y la noche siguiente, y después, todas las demás noches hasta que encontró una mujer diferente y olvidó todo lo que yo la amaba.

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1 comentario:

  1. Acabo de leerlo y con el riesgo de quedar como un adulador, lo menos que puedo decir, es que me encanta tu estilo, tu suavidad, la fantasía y delicadeza de los textos. Estoy contento de encontrar ésta bitácora.
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    Saludos!

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